Volver a la Gran Manzana
“Delirious New York” fue el texto con el
que el arquitecto Rem Koolhaas se rendía a la experiencia extrema del urbanismo
neoyorquino ofrecía su personal homenaje
a la que, ya en su año de aparición (1978) hacía tiempo era la capital del
mundo. Poco después, Paul Auster iniciaba su trilogía y Woody Allen rodaba sus
desencuentros cotidianos en Central Park. Des este modo tan apasionante se
gestaba la imagen del N.Y. posmoderno y el orbe entero sucumbía ante su
deslumbrante “Skyline”. La ciudad se convertía en el plató de cine más grande
de la historia pues, de hecho, era el lugar donde ocurrían todas las historias.
Y esto pasaba desde hacía mucho tiempo.
Nada de eso era extraño a la cultura
española cuya relación con la Gran Manzana
no ha sido escasa. Desde los primeros, Juan Ramón Jiménez y Lorca, cuyo
espíritu vanguardista los arrastraba al epicentro de la modernidad; hasta los
contemporáneos, Hierro, Loriga y ahora Muñoz Molina, son muchos los escritores
hispanos que se acercaron a una ciudad a la que tampoco han ignorado otras
disciplinas. Pues Colomo se fue al Soho a rodar su pequeño homenaje fílmico, En
la linea del cielo, y el pintor Eduardo Arroyo se había hecho eco, sobre el
lienzo, de aquella leyenda en la que se narraba como la bailaora Carmen Amaya,
invitada a la ciudad para participar en el Show de Ed Sullivan, había asado
sardinas en su habitación del Waldorf Astoria, usando los somieres como
parrilla.
Nueva York es, por tanto, un punto y
aparte en la historia de la cultura contemporánea, es un lugar cuyo magnetismo
no ha decaído en casi un siglo, por más que los más inimaginables avatares
hayan conmovido sus cimientos. El último de ellos el 11-S, ese mal sueño del
que la ciudad apenas se despereza. Con él llegó el vacío, y la zona cero se
amplió hasta la frontera imaginaria del aeropuerto Kennedy. Pero nada es para
siempre pues parece que la capital del mundo vuelve a ser un destino aun
inspirador y comienza a ejercer de nuevo su magnetismo.
A este atractivo o es inmune tampoco la
obra del artista Salvador Montó. La ciudad de los rascacielos está muy presente
en una pintura que transita con solvencia por los vericuetos de la práctica
figurativa, pero su aparición en estos trabajos poco tiene que ver con una
reproducción fidedigna de la escena urbana neoyorkina. Esto es, frenesí,
velocidad, mestizaje y caos viario. Como tampoco se deja embaucar por la
iconografía autóctona, explorada por realismos más anglófilos como el de
Richard Estes : cabinas, cabs (taxis), paredes de cristal y avenidas infinitas.
Su apuesta, y sin duda su mayor
esfuerzo, parece consistir precisamente en no dejar pasar tanto; en filtrar a
través de la mirada y de una aproximación pausada, aquello que de folklore
cosmopolita puede impregnar la ciudad en el visitante. Extrañamente, sus
avenidas apenas están pobladas, los vehículos parecen ralentizados y el tiempo,
en suspenso, transmite una impresión diferida de la ciudad. Y todo ello obedece
a una idea recurrente, prácticamente estructural en su trabajo, que consiste en
la búsqueda -asumida como infructuosa ya de partida- de lo permanente y lo
duradero.
No desvelarse por lo último que pasa,
por esa enloquecedora búsqueda de la experiencia estética en tiempo real; aquel
slogan de “está ocurriendo, lo está viendo”. Sino, muy al contrario, resistir a
lo que los alemanes llamaban “zeitgeits” (el espíritu de los tiempos). Dado que
sólo a través de esta mirada ausente, detrás de la que se esconde una herencia
pictórica española muy inclinada hacia la observación de lo inerte, de la
naturaleza muerta, se logra evitar el efecto fotográfico de lo inmediato con el
que muchos se conforman.
La propuesta de Montó alude, más que a
la gestalt deslumbrante de una ciudad-letrero, a las normas y formas
permanentes en la urbe. Como Harvey Keitel en el film Smoke, el pintor se
interesa por las esquinas añejas de Brooklyn o por el Empire State Building.
Los espacios en los que más allá del espectáculo turístico de última moda,
acontece la verdadera experiencia cotidiana de sus habitantes. Así pues, el
logro de Montó es, mirar la ciudad como un neoyorkino y deshacerse de la
máscara turística. Esa era, finalmente, la ambición radical del personaje de
Smoke, fotografiar el mismo lugar todos los días a la misma hora para
trascenderlo como geografía o como postal y resignificarlo como espacio de
memoria, de acontecimientos y afectos.
Esta misma idea es la que persiguen sus
impresiones paisajísticas, que aparecen como una forma rotunda, sólida; valores
de los que participa toda su obra. De hecho, podríamos extrapolar de Montó
ciertas referencias dispersas que, pese a reunirse en torno a ámbitos visuales
tan contemporáneos como la ciudad de Nueva York, nos lo presentan como un
buscador incansable del rigor clásico de la forma, de la formulación de un
paradigma escrito de representación en el que la disciplina de la composición y
la sutileza del trazo constituyen los rasgos aún preponderantes.
Oscar Fernández. Cuadernos del sur.
Marzo 2004.
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